Dulce cine
Sobre el ritual del cine, Una pastelería en Tokio, las mudanzas y la dulzura (en todos sus sentidos)
De chico amaba el momento de ver películas con mi familia. Mi mamá nos preparaba a mis hermanos y a mí pochoclos dulces o panqueques caseros con dulce de leche para engullir mientras mirábamos alguna peli que hayamos alquilado en el videoclub El taller. Eso sucedía siempre horas después de sumergirnos en una búsqueda y tanteo por los títulos que ofrecía aquel lugar que se me antojaba un paraíso. Cientos de nombres distintos, con sus letras de tipos y tamaños diferentes que se podían leer en los lomos de los estuches donde estaban guardados los videocasetes. Cada película podía durar 90, 100, 110, 120, 150 o 180 minutos. Pero este tiempo, para mi yo pequeño, había que multiplicarlo. Porque una vez que alquilábamos una película y estaba en casa durante un día o un fin de semana (creo recordar que El taller cerraba los domingos, con lo cual si alquilabas un sábado la podías devolver recién el lunes) era moneda corriente el verla más de una vez.
El caso es que esas noches olían a pochoclos, vainilla, manteca y dulce de leche. Para mí el cine era eso: historias que miraba en la tele y postres. Dos elementos que se conjugan muy bien en Una pastelería en Tokio (2015), el film de Naomi Kawase que abarca la incorporación de Tokue, una tierna señora, a la pastelería que lleva adelante Sentarō, un hombre algo amargado. Cuando Tokue se acerca al pequeño local de comida por primera vez y le explica a Sentarō que vino por el puesto laboral, el señor teme que ella no dé abasto. Ella insiste en que puede manejarse con las tareas, pero no hay caso. Tokue se despide del hombre, para volver al día siguiente con un recipiente con dorayakis caseros.
El dorayaki es una suerte de pastelito relleno de anko, un dulce hecho con porotos aduki. Dulce que la señora Tokue afirma que sabe hacer muy bien, algo que luego Sentarō (tras probar sus dorayakis) confirmará. Así es que la sonriente y agradecida señora, que saluda a los árboles y animales a su paso, queda contratada. Pero para hacer el anko, ambos tienen que estar a primera hora en el negocio. Y ahí es cuando Tokue le explica a Sentarō que el preparado del dulce de porotos lleva muchas horas, porque “hay que dejar que los porotos se acostumbren a la dulzura”. Y en esta escena, donde radica una de las metáforas más bellas del film, la señora agrega “es como una primera cita, la joven pareja debe hacer amistad”.
La película, como el anko, parece irse cociendo de a poco. La temporalidad de la señora, con su paciencia, su detenerse en las imágenes del afuera y su entusiasmo por lo que otros considerarían fútil, dan realmente ganas de contagiarse de esa manera de ver el mundo. En tiempos donde la crueldad pareciera ser moneda corriente, esta historia se erige como una inyección de vida. Hace unas semanas terminé A sangre fría, de Truman Capote. Sé que traer a colación esta novela non-fiction sobre el asesinato a sangre fría de una familia en Estados Unidos parece descabellado, y hasta irónico si recién hablaba de vida, pero juro que tengo un punto. En un momento del libro, Capote escribe que Bonnie (la madre de la familia asesinada) dice: “Cuando era niña -le dijo una vez a una amiga- creía firmemente que los árboles y las flores eran como los pájaros o las personas. Que pensaban cosas y hablaban entre sí. Y que nosotros podíamos oírlos y lo intentábamos, realmente. Sólo había que dejar la cabeza vacía de todos los demás ruidos. Quedarse muy quieto y escuchar intensamente. A veces, todavía ahora lo sigo creyendo. Lo que ocurre es que nunca se consigue estar lo suficientemente quieto…”. En un momento del film, en un gesto bello, Tokue saluda a las flores del cerezo luego de terminar su turno en la pastelería.
El mes pasado me mantuve atareado entre la mudanza a mi nueva casa, el cuidado de la gata de mi amiga Sol y la adaptación al nuevo hogar. De fondo, claro, la preocupación siempre latente -y ahora más aún, por el mero hecho de ser trabajador estatal- por la subsistencia. Esta es la primera película que vi en mi nueva casa, en mi nuevo cuarto. Si bien estaba subida al sitio web de Lumiton, está disponible en la plataforma Mubi. Como Bonnie, pude quedarme quieto durante dos horas y ver esta película. Aunque no estaba con mi familia, comí un alfajor Bon o Bon para cumplir con el dulce ritual del cine. Ayer vino mi mamá y mi hermano Fran a conocer el departamento. Merendamos una torta de vainilla casera con dulce de leche que acompañamos con unos mates. La dulzura transmitida por ellos y la de saberme acompañado en esta nueva etapa me reconforta. Quizás tanto como Tokue lo estaba mientras cocinaba los dorayaki. Mientras escribo estas líneas una idea se me presenta: hay que conseguir “estarse lo suficientemente quieto” de tanto en tanto.
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Gracias a vos!!!!
Gracias por este texto!! me emocionó hasta las lágrimas, lo sentí como una suerte de refugio. Me trajo recuerdos y nostalgias de los viejos videclubs y por supuesto quiero ver esa película! Sos muy lindo!! Te mando un beso. Gracias