Hace un rato llegué a la oficina. Más temprano de lo común, por si los colectivos fantasmeaban una vez más. Logré esquivar la lluvia por un momento subiéndome al bondi para ir al laburo. Casi consigo quedar intacto pero al bajar del 39 las cuadras que restaban hasta donde trabajo las tuve que hacer corriendo para no llegar empapado. No me quejo. Vengo sorteando las partes heavies de estas tormentas. El sábado del temporal que arrasó en varias ciudades del país estaba en una fiesta en Salón Pueyrredón y cuando salí a la mañana sufrí un poco la lluvia, pero nada como aquel huracán del que hablaron las noticias. Pero acá vine a hablar de otros temporales.
Dos meses atrás saqué entradas para ir a ver a Javiera Mena con unas amigas. Cuando llegó el día del recital (el jueves pasado), todo había aumentado tanto que el combo de un vaso de cerveza con dos empanadas a $1500 que pedí junto con las entradas, se sintió como una comida gratis. Fuimos con Meli desde Plaza Italia caminando y tomando unas birras mientras nos poníamos al día. Era un día extraño porque estábamos yendo a Niceto a movernos un poco y cantar los temas de Mena, pero mientras ella estuviera tocando Javier Milei anunciaría las medidas del DNU en el que estaba trabajando. Una vez adentro, y tras pedir las bebidas, nos quedamos relativamente cerca del escenario para disfrutar desde cerca las primeras canciones, como las de Esquemas juveniles. El recital empezó con unas visuales que anunciaban el apellido de la cantante popera, que hizo su aparición en el escenario vestida de negro. Casi al instante, se dedicó a cantar temas de su álbum debut solista y nos encontramos cantando las letras a todo pulmón, con mucho sentimiento. Detrás de los músicos, se podía ver la tapa del álbum, en la que aparecen las repetidas caras de Javiera haciendo distintos gestos.
La linda sensación de cantar esos temas que me acompañaron en distintos momentos del año, con esas reminiscencias de viejos flechazos, alegrías momentáneas, sentimientos imbloqueables, desilusiones e ilusiones amorosas y atisbos de nostalgia. El teclado y la voz me generaron una sensación de que todo estaba bien, que nada podría perturbarme ese rato. Me descubrí sonriendo enormemente mientras cantaba “Cámara lenta” y moviéndome al paso que indicaba el nombre de ese tema. Como estamos en confianza, voy a contar una pavadita. Cuando era chico íbamos a la casa de unos amigos de mis viejos, quienes tenían un gran número de VHS con películas de Disney. No puedo saber con exactitud qué película miraba cuando sentí que me invadía el pecho un aire calmo. Y recuerdo haber asociado esa breve sensación con la felicidad. Creo que hasta el día de hoy me atrevería a decir que cuando pienso en qué es la felicidad, se me viene a la cabeza ese aire distendido que sentí mientras mi pequeño yo estaba recostado en varias almohadones en una cama (cuán infinitas son las camas de dos plazas cuando uno es un simple retoño).
Fue en esos primeros temas que una de las chicas sacó el celular para ver una noticia del afuera pero nos prometimos no mirar nada hasta no salir del recital. La angustia podía esperar. Algo de “La máscara de la muerte roja” de Edgar Allan Poe me viene a la mente mientras escribo esto: esa perspectiva del que no sabe en carne propia qué es lo que se está viviendo en el mundo tras las paredes en las que se encuentra. Sabíamos que la realidad iba a alcanzarnos, y con muy malas noticias. Así que supimos hacer durar ese bienestar, un poco autoinfligido a conciencia, hasta el final del recital ¿Se puede hacer catarsis con antelación? A juzgar por lo que salté con “Otra era” o “Luz de piedra de luna”, diría que sí. Una descarga de energía. Movimientos descoordinados y sinceros. Grandes saltos al ritmo de otros temas como “Sincronía, Pegaso”. Gritos que luego me dejarían la voz ronca por unos días como marca de una idea que ya desde ese momento parecía estar gestándose en mi cabeza. Esa adrenalina de estar al borde del pogo. La emoción que me llevó a humedecer los ojos al cantar “Sol de invierno”. Al lado mío, una chica cantaba con mucha emoción a la par mío, aunque no pareció darse cuenta. No sé si les pasa, pero la mayoría de veces que fui a recitales no puedo evitar pensar en lo increíble de compartir esos momentos con otra gente. Algo de la idea de una comunidad, una momentánea. Personas repitiendo estribillos. Incluso al unísono, quién sabe.
A la salida de Niceto, el temporal. Uno distinto de aquel que derribó árboles por toda la ciudad la otra semana. Nos pusimos a leer qué había anunciado Milei y, claro, el enojo, la desazón y la angustia fueron compitiendo con las emociones que nos había propiciado el recital. Fuimos a comer, un poco cansados de bailar pero también devastados por el shock de realidad. No es que en ningún momento hayamos pensado que las medidas serían buenas. Lejos estábamos de esa idea. Pero se estaba haciendo carne. Al mismo tiempo, mucha gente se había manifestado en distintas plazas, esquinas y una multitud se encontraba reunida en la Plaza del Congreso. Cacerolas, carteles y cantos para hacer frente al tamaño atropello que el presidente estaba -y continúa- haciendo contra el pueblo. Impulsado por esa energía popular, una idea apareció en mi cabeza a los dos días de los anuncios. No podemos permitir que estos funcionarios de ultraderecha nos roben la felicidad. Porque es precisamente a eso a lo que aspiran (además de regalar el país y barrer con muchísimos derechos, claro). Será de vital importancia refugiarse en los espacios que nos hagan bien y contenernos entre nosotros, al mismo tiempo que luchando. Y así resistir el temporal.
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Qué bueno que existen personas-refugio como vos.