Durante la pandemia me metí a hacer un taller autobiográfico con unas amigas. En una clase, nuestra profesora nos había pedido que elijamos una foto y que escribamos un texto a partir de ella. Además de la foto, quise usar algunas expresiones que me eran familiares y una frase de un poema de José Sbarra que aprecio mucho. Este fue el resultado:
Una nena de pelo negro lacio y largo, vestida con camiseta rojo oscuro de mangas largas y calzas blancas con flores rosas, se acerca a mirar una máquina antigua apoyada en un alto trípode de madera que pertenece a un señor (que parece dedicarse a sacar fotos en la calle). Además de estar la cámara a la altura de la cabeza del señor, quien lleva una boina gris y viste una camisa de jean de mangas largas y pantalón gris, sobre la misma se posa un sombrero de copa media. Otra nena de pelo enrulado y atado, que tiene puesto un buzo blanco con algunas rayas y dibujos negros en sus mangas y un pantalón negro, no quiere saber nada y busca con su brazo tomarle la mano a la nena de rojo para irse a hacer otra cosa. Ésta última está mirando fijo a la cámara fotográfica -la cual parece salida de otra época- y le contesta sin hablar formando un rulo con su mano y esquivando el brazo de su amiga, quien ya decidida va en camino a otra dirección para alejarse de la escena. Frente a esas paredes coloniales granadinas estaba intentando sacarle una foto a lo que ahí estaba aconteciendo.
Como me daba vergüenza preguntarles si podía retratar el momento, y además de cortar la espontaneidad del mismo existía la posibilidad de que se negaran a mi pedido, me dediqué a esperar a que el señor bajase un poco la cabeza para lograr mi cometido. Cuando reveo la foto, algo del gesto, de ese fallido de llamar a alguien para que te siga pero que la persona no te haga caso, me remontó a mis recreos en la escuela primaria. En esas épocas los trompos de Beyblade y las cartas de Yu-Gi-Oh!-ambos juguetes salidos de esas series animé que estaban de moda- ocupaban amplio espacio del suelo del patio, frente a grupos de pibes de cada grado que se congregaban alrededor de esas cosas para jugar hasta que sonara el timbre. Yo me había quedado en otra época anterior, no me convocaban esos juegos y tampoco entendía qué le veían de divertido. Al principio de esta ola de chiches nuevos jugaba a la mancha con un grupito de amigos.
Era como la resistencia. Una resistencia al paso del tiempo y a los cambios, podría decirse. Pero muchas veces, pese a mis intentos y optimismo por continuar ese juego -donde uno dice “tocado”, y después a quien le colocaste la mano en el hombro o en la espalda tiene que buscar a otro jugador para pasarle ese poder, y así sucesivamente- la diversión se escapaba, como una llave que cae en la hendija entre el ascensor y el piso. Nuestros juegos eran cada vez más breves y finalizaban cuando mis compañeros hacían uso y abuso de la “casa” (que era la pared, la cual al tocarla uno conseguía saberse inmune ante la posibilidad de ser tocado por quien tenía la “mancha”), lo que derivaba en mi inútil insistencia para retomar el juego.
Por esto, pasaba mis recreos solo, aprovechando algunos momentos en esos interminables duelos de trompos para ver si había otro ser humano como yo que también encontrara embolantes esos juegos y que tal vez prefiriese embarcarse en unas escondidas o en la movilizante mancha. O simplemente hablar boludeces. Como la nena de buzo blanco, a veces buscaba alguna cara conocida. Pero cuando ofrecía a la persona hacer otra cosa distinta, el rechazo –algunas veces sutil y cuidado, otras demostrando total indiferencia- se hacía presente. Ante esto, en un recreo caminé hasta una de esas mesas de juego en el suelo sin paño verde ni fichas azules, rojas o negras. Me acerqué, con la máxima sbarriana de “acortar la distancia para destruir el encanto” como idea rectora, y le pregunté a un pibe que parecía tenerla clara, con expresión de estar pensando:
-¿Cómo se juega?
A lo que el chico me miró, con la cara con la que se mira a esa edad a un padre hablando de economía y de lo mal que está el país, y paso seguido entendió que no le estaba tomando el pelo. Me respondió, señalando el plástico alargado que acompañaba al trompo:
-Tenés que tirar de acá así sale con todo. Mirá.
Y me hizo una demostración con el pomposo trompo, ese que distaba mucho de los que me gustaban a mí. Aunque en el momento un poco orgulloso pensé “papita pal loro”, tengo que confesar que algo de entusiasmo me dio al estar en el momento. Igualmente yo prefería esos trompos que vendían en las ferias artesanales a las que solíamos ir con mi familia y en donde siempre mi mirada se posaba en los puestos de los caleidoscopios y los trompos. Una vez compré uno en un puesto. Me acuerdo, un poco porque me gustaba que sea el más chiquito de los que ofrecía el señor artesano y otro poco por el precio económico –algo que hacía más probable que me lo compren mis viejos-, que me llevé uno de distintos colores tenues. Era el penúltimo puesto de la feria. Así que mi vieja dijo “Listo el pollo” y nos fuimos de la plaza. En fin, mi trompo no era como este. El mío no tenía ese plástico, no lo necesitaba. Cuando el trompo terminó de girar, sonreí sin decir nada y al preguntarme el chico si quería intentarlo decidí darle una chance. Logré hacerlo pero había algo en lo automático del mecanismo del plástico ese que me hacía distanciar de esos nuevos trompos. Le agradecí y volví a mi ronda solitaria habitual por el patio. Me dije a mí mismo que llevaría mi pequeño trompo para jugar con él al otro día. Quizás podría decirles a algunos amigos y así formar nuevamente la resistencia analógica de los juegos. Me alegré. Había destruido el encanto.
Para ver las publicaciones anteriores, podés cliquear aquí.
Si te gustó este posteo, podés ayudarme compartiendo dándole clic al botón que está aquí abajo.
Si te reenviaron este mail y te interesa que te llegue este newsletter a tu casilla, podés suscribirte cliqueando el botón que figura abajo.
Para comentar este posteo, podés cliquear debajo.