Lo raro y la aventura: El zoo de cristal
Sobre la versión de Kartun de la obra de Tennessee Williams, las colecciones, la rareza y la vida como aventura
El otro día fui a Hasta Trilce con unas amigas a ver la adaptación de Gustavo Pardi de El zoo de cristal. Es un lugar que un poco adopté como mío. Ahí festejé mis 31 años y mi recibida. Tiene varios elementos que hace que califique como un lugar hermoso: objetos antiguos por todo el lugar (entre ellos un piano), mesas de madera y una carta con platos variados para pedir. La última vez que vi a Agustín Rittano y a Ingrid Pelicori juntos en escena fue cuando asistí a una función de La reunificación de las dos Coreas en el San Martín, una obra extensa donde interpretaban distintos personajes en las variadas historias que tenían lugar. También era la primera vez que los veía y me bastó para saber que eran muy grosos.
En El zoo de cristal interpretan a una madre y a un hijo, que viven en relación de constante tensión durante una época de crisis económica. Tennesse Williams sitúa la historia en los años 30. Tom (Rittano) es un vendedor de zapatos y escritor, que representa el sostén de la familia tras la partida de su padre, quien los abandonó para emprender un largo viaje lejos de ellos. Tom reniega de su empleo por considerarlo chato y poco productivo para su deseo de dedicarse al arte. Las escapadas al cine y a salones de bailar por la noche y sus regresos en estado de ebriedad a la casa familiar son razones suficientes para sacar de quicio a su madre Amanda (Pelicori), quien no cesa de reiterarle que debe encargarse tanto de ella como de su pobre hermana soltera Laura (Malena Figó), quien padece una renguera. Por esta última, Amanda guarda una profunda preocupación. Y es que Laura está soltera. Tímida, rara, con una única devoción (su pequeño zoológico de cristal que se luce en una mesa en el living de la casa), Laura es una “mujer de su casa”, a la que Amanda procura encontrarle un marido. Las cosas se pondrán interesantes cuando Tom, a pedido de su insistente madre, invita a su compañero de trabajo, de quien Laura estaba enamorada cuando iba al colegio.
La obra comienza con Tom, que introduce la historia al público. Algo que se repetirá varias veces a lo largo de la obra, momentos en los que comentará el avance de la trama. Música de jazz irrumpirá en algunos momentos de la obra, que cuenta con una escenografía y vestuario fieles a la época (muebles antiguos, la falda larga de Laura, el chaleco de suéter encima de la camisa de Tom, el peinado de Pelicori). Lo que resulta muy interesante es la idea de la rareza de Laura, con una fragilidad que se asemeja a la de sus miniaturas de animales. Es imposible no empatizar con su personaje ¿Quién no se ha sentido alguna vez un bicho raro en algún ámbito? Mientras veía la obra, mi mente se fue a los viejos días de la escuela primaria. Al igual que Laura, yo era muy tímido de chico. Sigo siendo tímido, solo que quizás sin el “muy”. Por esas épocas, solía pasar algunos recreos deambulando en soledad mientras mis compañeros de colegio se dedicaban a reunirse en rondas y divertirse con los juegos de moda. (Algo de esto aparece en mi texto de enero, “Trompo”: para leerlo tocá acá). Sin embargo, con las figuritas o aquello que tenía que ver con la colección de objetos sí me podía enganchar rápidamente: los tazos (particularmente recuerdo los de “The dog”, en los que aparecían imágenes de distintas razas de perros), canicas u otros pequeños muñequitos. Quizás había algo de sentir la compatibilidad con esos seres indefensos y frágiles, que agrupados tenían la pertenencia a una comunidad, a un colectivo.
Pensando en el personaje de Tom recordé el libro Volverse público, de Boris Groys. Sobre él conversaba con una amiga con la que integramos un grupo de investigación de mi facultad. Tom le hace honor a algunas ideas que delinea Groys en el capítulo “La soledad del proyecto” de su obra, que lleva como subtítulo “Las transformaciones del ágora en el arte contemporáneo”: el “ser-como-proyecto”, que plantea Sartre. El pensador alemán retoma al filósofo francés y dice, en otras palabras, que cada persona vive según su visión de futuro individual, la cual “permanece inaccesible para la mirada de los otros”. Podría decirse en criollo: el hombre hace y se va haciendo, paralelamente de los resultados que se aprecian. Tom busca una aventura, algo que lo haga abandonar el hogar familiar y lanzarse a lo desconocido. Hay un mundo allá afuera y él lo sabe y necesita. Tal vez por eso es que escribe en su libreta. “(…) desde la perspectiva de cualquier autor, los proyectos más agradables son aquellos que desde su gestación no están pensados para completarse, porque dejan abierta la brecha entre el futuro y el presente”, afirma Groys.
La vida de Tom como proyecto se pone en juego en la obra, con el libro que nunca termina de escribir. Su espíritu inquieto incluso lo lleva a averiguar información para alistarse en el ejército. Anteayer, una amiga me contó que había renunciado al trabajo en el que estaba desde hace años. Como Tom, irá en busca de nuevas aventuras, fiel a su proyecto de dedicarse a lo audiovisual. Me puse feliz por ella. Y es que, aunque parezca un comentario banal, no queda más que vivir la vida. Así dice Groys: “Pero incluso si logramos desarrollar un procedimiento capaz de reproducir la vida en su totalidad y con absoluta autenticidad, finalmente no obtendríamos más que una máscara mortuoria de la vida, ya que es el carácter único de la vida lo que constituye su vitalidad”. Después de todo, tal vez la obra de arte de Tom sea su constante movimiento, su vida.
(El zoo de cristal sigue en cartelera, si te interesa sacar entradas acá les dejo el link)
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muy hermoso, como siempre !!!